Durante los 24 de los 28 años que llevo entendiendo cosas las cosas que oigo
–me encanta poner cuidado a la gente-, más de una vez me han dicho, rebosantes
de autoridad, que para ser feliz “hay que
vivir cada día como si fuera el último” y siempre, siempre, de manera
instintiva, desde que estaba muy pequeña, la sola propuesta me ha llenado de profunda
contrariedad.
Como hoy es 20 de marzo y se celebra por primera vez oficialmente el Día
Internacional de la Felicidad, quise que mi –insular- celebración consistiera
en anotar las conclusiones más importantes a las que he llegado sobre la
felicidad hasta hoy, comenzando por las reflexiones que he hecho en los últimos
días, tratando de entender porqué siempre me ha resultado tan incómodo ese
consejito de vivir cada día como si fuera
el último.
“Vive cada día como si fuera el último” Vs. “Haz una cosa a la vez”
Es posible que todo se deba a mi forma de ser pero, sinceramente, me
declaro en imposibilidad permanente de disfrutar cualquier cosa, por más que me guste, si es bajo la
amenaza de que “no va a haber más de eso,
de modo tengo que sacar todo el provecho que pueda” de una vez.
No, señor. Así no: me asfixia.
Tengo, igualmente, la certeza absoluta de que no está garantizado que 5
minutos después de este momento yo vaya a continuar con vida (y sé que los
héroes que todos conocemos con enfermedades desafiantes lo tienen aún más claro).
Sin embargo me resisto a participar de ese sentido fatalista de la realidad.
Como el avance no está en quejarse sino en proponer, he encontrado otra
actitud bastante más sosegada que (en mi personalísima experiencia) ha
funcionado bastante mejor: decidí hacer
una sola cosa a la vez.
Claro: conforme están las cosas, es más fácil decirlo que hacerlo. Llevar a
cabo el plan exigió hacer antes otra reflexión no menos importante: “bastante
bueno es suficiente; no se necesita que sea perfecto”, como dice con
tanto acierto el Dr. Ben-Shahar (Si seguía persiguiendo frenéticamente la
perfección en cada cosa habría sido imposible concederme la licencia de hacer
sólo una a la vez, ¿cierto?).
De acuerdo con el juego que nos plantea la realidad actual, donde estamos hiperconectados al mundo exterior
y todo está pasando al tiempo y si te quedas del tren no eres nadie; donde cada
minuto irrumpe en la escena otro personaje
que hace las cosas mejor que tú; donde a la vuelta de cada esquina aparece
una persona más hermosa y más
inteligente que la anterior; donde ningún
título académico alcanza; en esta dinámica en que la vida nunca es suficientemente confortable porque cada mes hay un
automóvil mejor que el tuyo y un electrodoméstico más sofisticado; cada semana
oyes de otra familia menos disfuncional
que la tuya y cada tanto emerge un nuevo ícono del estilo a quien seguir
(por sólo citar unos ejemplos y no pintar un panorama más apremiante), de
acuerdo con esas circunstancias, me resultó indispensable asumir, -si de verdad quería ser feliz en
esta vida-, que bastante bueno es
suficiente; y que no se necesita que
sea perfecto.
En ese propósito me resultó de enorme ayuda interiorizar los planteamientos
del Dr. Tal Ben-Shahar, profesor de psicología positiva en la Universidad de
Harvard, que dice esto mismo que estoy diciendo, pero mejor (como no podría ser
de otra forma, claro).
Cuando decidí que le apostaría a vivir una vida llena de cosas suficientemente buenas, comencé a tener la
disposición trascendental para hacer
una sola cosa a la vez. Y no es que me
haya resignado a rodearme de relaciones y cosas mediocres o que haya
renunciado a dar lo mejor de mí en mi trabajo y en mi vida personal o que
reniegue del ritmo de nuestra era.
Nada de eso: me le medí a obtener siempre lo mejor que se pueda, dentro de las cosas que me interesan (a
mí; ¡a mí!) y dentro de las posibilidades
que tengo como humano de las siguientes características actuales:
mujer, 28 años, colombiana, abogada fugitiva, soltera, católica, etc. En 5, 10
o 40 años, mis intereses no podrán ser los mismos.
Entre otras razones, por eso es que no
puede haber una receta mágica para establecer qué es lo bastante bueno, y con esto quiero decir
que tampoco podrá existir nunca la fórmula
para ser feliz: cada cual tiene
(que tener) sus parámetros.
Fue así como entendí que no sólo era perfectamente posible sino, además, indispensable,
comenzar a hacer una sola cosa a la vez: como ya había descartado la necesidad
(autoimpuesta, naturalmente) de que todas las cosas fueran perfectas, pasé a dedicar menos tiempo en promedio
a cada actividad en la que me ocupo, pero a poner toda mi concentración en cada cosa que hago. Ahora pienso que a
eso es que se refieren los que definen la felicidad como la coincidencia entre
lo que hace el cuerpo y lo que desea el espíritu y quienes hablan de vivir “aquí
y ahora”.
Dar lo mejor de sí y confiar
Como la idea es ser feliz sin dejar de participar, de todas formas, de la
dinámica actual del planeta tierra (la vía fácil sería aconsejarte que leas El
Monje que Vendió su Ferrari y que hagas lo mismo, pero, sinceramente, ni yo me
embarcaría en un plan de esos), lo más inteligente que encontré hacer en mi
planteamiento de Vida Feliz, además de hacer una sola cosa a la vez, fue hacer bien y a tiempo las cosas que
debo/quiero hacer y soltar el sentido del resultado (aquí el crédito es
para mi papá, Orlando, que es mi héroe cotidiano). Es decir, aprendí a confiar en el futuro (¿en “la vida”?),
en lo que soy y en que siempre será exactamente lo que tenga que ser.
Esta no es una invitación a la ingenuidad ni al hipismo. Al contrario, lo
es a la serenidad consciente. ¿En serio es tan importante tener todas
las variables bajo control? Por lo pronto pienso que no, porque cada día que
pasa me encuentro con más y más evidencias de que el control va por un canal
distinto al de la felicidad, en el sentido de que una cosa no tiene nada que
ver con la otra (piensa en cualquier sujeto controlador y dime, honestamente,
si cambiarías tu vida por la de él porque él es más feliz… Tal vez sea más
rico, pero, ¿más feliz?).
Así, la conclusión a la que he llegado hasta este momento es que debemos
tener en relación con nosotros mismos la misma actitud indulgente y comprensiva
que tenemos hacia los demás, de quienes no esperamos un sistema operativo a
prueba de fallos, así que, por regla general, no les exigimos tanto como nos
exige a cada uno de nosotros el carcelero interno con el que conversamos a
todas horas.
Por lo pronto puedo concluir que hay una mina de bienestar en entender que
somos humanos muy humanos y que sólo
hasta ese preciso punto (hasta el límite exacto de nuestra naturaleza) nos es
exigible un resultado.
¡Feliz día de la felicidad!!!