Después del punto en que se cubren –satisfactoriamente- las necesidades básicas la relación entre dinero y Felicidad comienza a dejar de ser tan clara.
A esta conclusión llegó el economista Richard Easterlin cuando encontró que
en países como China, Chile y Corea del Sur los cuales, en el lapso de 20 años
duplicaron su nivel de ingresos por persona, curiosamente su nivel de felicidad
personal disminuyó. ¿Qué indican las cifras? Que una vez se sabe que la supervivencia está garantizada, ganar más o
ganar un poco menos no importa tanto.
Por esta razón es que luego de resolver las cuestiones de la cotidianidad
(comida, techo, vestuario, transporte) y de hacer las correspondientes
provisiones para la vejez, el siguiente uso que los expertos en Felicidad
(entre ellos la acertada doctora Sonja Lyubomirsky) recomiendan dar a los recursos
es el de invertir en experiencias antes que en objetos.
¿Cómo así?
Es sencillo: cuántas cosas que costaron una fortuna se están enmoheciendo
al fondo del clóset, a veces incluso dentro de la misma caja en que salieron
del almacén. En contraste, cuántas veces recordamos y nos seguimos riendo de la
tragedia de habernos sentido perdidos en el centro de alguna ciudad extraña y
haber tenido que esforzarnos para hacernos entender en otro idioma.
Como se ve, invertir en experiencias
antes que invertir en objetos que no son indispensables es una decisión “emocionalmente inteligente” porque rompe
con el antiguo paradigma:
Hago y obtengo, por lo tanto soy
Por el contrario, ir a ese restaurante que ves todos los días de camino a
la oficina o que viste en una reseña gastronómica local; conocer esa ciudad
fantástica que viste a colores en el atlas de geografía durante todos los años
de escuela; tomar ese baño de espuma como el de la protagonista de la película
del cine, todas estas actividades mandan una nueva señal a tu mente:
Soy, luego hago y obtengo
Claro: muchas veces el dinero sólo alcanza para cubrir modestamente los
gastos indispensables del mes, de modo que el viaje a Estambul es prácticamente
un imposible metafísico. Sí, eso es cierto, y a la vez es igualmente cierto que
no sólo el dinero tiene valor: el tiempo
es un activo incluso más apreciable por la sola circunstancia de que no se
puede recuperar ni extender; sólo se puede usar
o perder.
Así, pues, en lugar de malgastar las horas hipnotizándote pasando los
canales de la televisión, suspirando por las vidas fantásticas de los otros en
las redes sociales (y sintiéndote miserable porque la tuya, comparada con las
publicaciones de tus amigos, es aburridísima) o sentado oyendo las historias de
siempre en el bar de la esquina, puedes
aprender alguna cosa (el cerebro se pone feliz cuando aprende porque se
siente muy inteligente); tener una
conversación con un humano de carne y hueso (no el de una pantalla); salir a caminar (ponerse en movimiento
es 52% más efectivo que el antidepresivo más ponderado); besar (y todos los intercambios físicos que son tan agradables con
las personas que queremos); bailar; ensayar
una receta; jugar al jardinero, a la modista o al carpintero, etcétera.
Eso sí, hay que estar
dispuesto a gastar, en el sentido de
dar un uso generosamente distinto a
tus recursos (sea en dinero o en tiempo) sin sentir culpa alguna por ello y
experimentando la grandísima alegría de compartir (¿te acuerdas del ejemplo de ese objeto caro que
después no volviste ni a mirar porque te acostumbraste a él? Jamás ocurre lo
mismo cuando invitas a otra persona a hacer algo porque el recuerdo de la
experiencia, sencillamente, no se gasta;
sólo permanece en la bolsa del
patrimonio emocional).
La operación es sencilla y mágica: dejar de atesorar billetes para atesorar
momentos; dejar de coleccionar relojes para coleccionar apretones de mano; dejar
de “huir” artificialmente de la realidad para salir al encuentro de la historia
propia; dejar de quejarte y empezar, por fin, a hacer que te pasen cosas para
sentirte vivo de una manera saludable y edificante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario