“Hola, soy Sylvia y soy inteligente”.
Así inició mi proceso de rehabilitación: cuando tenía 28 años comencé a
arrancarme con dolor la etiqueta de la tal inteligencia. Inicié el cambio con
indiscutible determinación al descubrirme viviendo una vida llena de decisiones
100% sensatas y 0% apasionantes. Aquí va mi testimonio de por qué no tiene caso
creerte eso de que eres inteligente. Mi oficina (para no ir más lejos), vive
llena de coachees inteligentes que ya
no soportan un gramo más de frustración en su vida.
A los ojos de la gente que no me conocía o que apenas tenía una idea de
quién era yo, mi vida era perfecta: el hogar de casada perfecto, una vida sin
sobresaltos; una profesión tradicional que ejercía con buen crédito; ¿los papás?
Inmejorables: “teniendo esos papás, esta
niña tiene que ser brillante” (yo vivía con la angustia de sentir, en
silencio, que no era ni la décima parte de lo inteligentes que son mis papás); cruzaba
la época en la que más linda había estado en la vida; todo resuelto. “¿Para cuándo vas a encargar tu primer hijo?”
¡Por favor!
Lo que la gente no alcanzaba a intuir al cabo de una hora de conversación
era que la idea del deber ser que yo
tenía para mi vida era algo así como esperar a que pasaran los años para
marchitarme y, en fin, morir. Alucinaba con poder estar vieja, muy vieja,
porque así todo terminaría discretamente. Sabía que si le ponía fin a mi vida
antes de tiempo decepcionaría a muchos (aparte de todas las reflexiones
religiosas asociadas al pecado). Nadie que no conociera la verdadera historia
sabía (ni intuía) que en mi depresión había dejado de dormir; que la piel de mi
cara estaba llena de escamas de resequedad como reacción nerviosa (el combo
incluía gastritis y migrañas, obvio); que pasaba tardes enteras mirando hacia
una pared blanca con lágrimas que corrían sin esfuerzo por mis mejillas y que
oía voces que me repetían que yo era lo peor. Literal: “Sylvia, usted es lo peor”.
Lo bueno de pasar por un trance de esos es que en fin te cansas de la misma
historia: o acabas con esa situación, o la tal vida perfecta acabará contigo.
Yo no voy a contar una historia sobre cómo dejé todo atrás y abrí un bar en
la playa ni de lo interesante que fue retirarme a un monasterio en el Himalaya
y renunciar a todas las posesiones terrenales. Mi vida está lejísimos de ser perfecta. Les voy a contar cómo hice
lo mejor que pude hacer con las herramientas que tenía en ese momento. Sobre
todo, les quiero compartir cuáles fueron los mitos que desafié y que ahora, en
mi ejercicio profesional como Coach de Felicidad, veo que son los patrones de
pensamiento comunes a las personas que se describen a sí mismas como muy inteligentes (generalmente porque
alguien se los dijo desde niños). Como verás, eso de ser demasiado inteligente no es negocio.
Mito #1: Éxito = Coeficiente
Intelectual + Educación Ultraespecializada + El resto viene por añadidura à Éxito = Felicidad
En mi vida de abogado alcancé a tener acreditación académica suficiente
como para inspirar tranquilidad a mis poderdantes. A la vez es cierto que durante todos mis años de ejercicio
profesional sólo tuve unos 2 o 3 clientes que en realidad fueran míos, míos,
míos: el resto de personas y de empresas que asesoré llegaba a mi oficina cuando
mi papá, apasionado del Derecho, no tenía físicamente la posibilidad de atender
todos los asuntos por su cuenta (él, a diferencia mía, sí vibra siendo abogado).
En fin los testimonios y los resultados que obtenía eran buenos (algunos
seguramente excelentes), pero la verdad es que yo no sentía nada ganas de
gestionar mi Marca Personal.
Esta escena nos lleva a
conclusiones importantes: (i) que te digan que eres
inteligente (e incluso si lo has comprobado en la práctica); que obtengas
calificaciones sobresalientes y que tengas títulos de posgrado, no garantiza
que tu profesión vaya a fluir así-nada-más: sin pasión, sencillamente, no se puede lograr el nivel de enganche
que una Marca Personal influyente podría alcanzar.
(ii) Con un súper coeficiente intelectual y
una educación posdoctoral y mucha pasión, tampoco
vas a lograr mayor cosa si no te lanzas a hacer eso para lo que te has
preparado tanto: en el mundo de los negocios nadie te va a pagar por la
cantidad de información que tengas acumulada en la cabeza ni por lo apasionado que te muestres en las redes sociales sobre un
tema. Entiende que las personas sólo te
van a pagar por hacer tu magia: por solucionar problemas reales, ¡por impactar
vidas con lo que sabes! (A propósito: si te muestras excesivamente
apasionado con algo y sólo logras influir sobre personas muy ingenuas o, peor,
no logras nunca ningún resultado verificable con lo que dices que sabes, será
el fin de tu Marca Personal… y de tu emprendimiento).
(iii) Dedicarte a hacer lo
que sabes hacer bien y recibir buen dinero a cambio de los resultados que
logras, NO es una garantía de que vayas a ser feliz. Si no eras feliz antes de ser millonario, tampoco
lo vas a ser cuando la cuenta bancaria esté a reventar. O, dicho en otras
palabras, después de tener (bien) satisfechas las necesidades básicas, tener
más dinero o una mejor posición social o profesional no hace ninguna
diferencia: el éxito no lleva a la
felicidad… Y, al tiempo con esto, la
buena noticia es que es falso que tengas que elegir entre ser exitoso y ser
feliz.
Lo importante, en la medida de lo posible, es invertir el orden de los
factores: necesitas comenzar a notar las cosas buenas que están disponibles y
funcionando ya mismo; que se encuentran ahí, en tu cotidianidad, y que
sencillamente estás muy ocupado como para ver.
Se trata de entender que a
la gente feliz no le pasa nada extraordinario: simplemente hacen las mismas
cosas que hacen todos los demás, tienen los mismos líos, pero enfocan su atención en cosas distintas y concluyen cosas
distintas a partir de los mismos sucesos. Paradójicamente, cuando sueltes la obsesión por
acertar y por evitar los fracasos, comenzarás a tener los resultados que ahora
mismo parecen tan esquivos. Lo siento, así
es como opera la Ley de la Felicidad: no se trata de algo que obtienes ni que encuentras al terminar un curso de autoayuda sino de algo que pones
a tu vida cada vez que lo decidas. Punto.
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